Juan Pablo Ruiz Soto, un ambientalista de altura
Posted on noviembre, 23 2023
Con profunda tristeza lamentamos el fallecimiento de Juan Pablo Ruiz Soto, economista, ambientalista, líder del primer equipo colombiano que alcanzó la cima del monte Everest y miembro de la Junta Directiva de WWF Colombia.
El liderazgo y ejemplo de trabajo en equipo de Juan Pablo Ruiz Soto puso a Colombia en las cumbres más altas del planeta e inspiró importantes transformaciones ambientales para el país. Su convicción frente a la contribución desde la sociedad civil en las estrategias de conservación privada, el fomento de un ordenamiento territorial en zonas ganaderas y el reconocimiento de los derechos sociales a través de la formalización de las reservas campesinas, son parte de su invaluable legado.En WWF Colombia, como parte de un homenaje por su labor, compartimos parte de su conocimiento y el llamado a la acción que hizo para repensar la forma cómo nos relacionando con el medio natural en el país.
Un ecologista con buldócer – Juan Pablo Ruiz Soto*
En la finca Matucana, ubicada sobre los cerros orientales del norte de la ciudad de Bogotá, aprendí sobre la vida, la naturaleza y el clima. En aquel extenso territorio rural pasé mi infancia y mi juventud. Hoy esa zona está densamente poblada, a pesar de formar parte de la reserva forestal de los cerros –una de las múltiples paradojas que han hecho parte de mi vida y que han caracterizado la aplicación de la legislación ambiental en nuestro país–. En esos campos transformados por las canteras, mis padres, mi abuela y un tío me enseñaron con su ejemplo la importancia del trabajo práctico, el poder del trabajo intelectual, la relación empática con la naturaleza y el disfrute que nos trae estar rodeados de ella. Cuando subía por entre las canteras hasta la finca Matucana –donde viví desde los 6 hasta los 32 años–, y pasaba por sus potreros antes de llegar a la casa grande, saludaba a mi madre, quien podía estar manejando un tractor agrícola para sembrar la avena con que alimentaría las vacas.Al llegar a la casa encontraba a mi abuela, Margarita Rojas viuda de Soto, trabajando persistentemente en su máquina de escribir con el fin de expresar sus sentimientos por medio de la escritura. Borraba, tachaba y volvía a escribir su novela sobre Antonio Nariño, Villa de Leyva y el andante caballero. También tengo especial recuerdo de un día en que, recién llegados a Matucana, ella proyectó una filmación casera hecha en una máquina Kodak de cuerda para contarle a sus invitados cómo había sido su viaje en barco desde Colombia hasta Europa, para explorar sola las sorpresas del “viejo continente”. La narración no iba dirigida a mí, pero me marcó por el resto de mi vida al despertar mi espíritu explorador. Otra paradoja: mi apego por la abuela hizo que estuviera ahí con ella ese día, para escuchar una historia que extendería mis alas. El espíritu explorador que esa narración despertó en mí fue desarrollado al lado del tío Gustavo, su hijo menor. A mis 7 u 8 años, por ejemplo, el tío me invitó a adentrarme en una caverna oscura y estrecha ubicada en los cerros vecinos de Matucana. Esa exploración sigue siendo inolvidable.
De mi abuela aprendí también el valor del trabajo intelectual y cómo la persistencia, la reflexión y la lectura son instrumentos para un mejor vivir y para transformar realidades. Su libro no tuvo mayor acogida, pero fue leído cuidadosamente por sus familiares y amigos. Si el nuestro es leído por nuestros hijos, nietos y algunos de nuestros amigos o los suyos, y si motiva en ellos la necesidad de promover acciones para enfrentar la crisis de pérdida de biodiversidad y acciones climáticas concretas y transformadoras, sentiríamos recompensado nuestro trabajo.
De mi madre, quien no se autodenominaba feminista, aprendí sobre la importancia de ejercer nuestros derechos y aplicar nuestras capacidades. En pleno equilibrio de género, mientras mi padre trabajaba en la construcción de obras civiles por todo el país, ella lideraba la gestión productiva de la finca. Allí producía leche, dos cantinas de 55 botellas que ella misma llevaba todos los días a vender a una casa de reposo manejada por unas monjitas. Recuerdo muy bien esa casa, quedaba donde hoy funciona la Clínica del Bosque. Mamá también sacaba a la venta cientos de huevos de las gallinas ponedoras que tenía en tres galpones. En uno de ellos, vivimos una noche caótica, cuando los cerros orientales aún albergaban mucha, rica y diversa vida silvestre. Un tigrillo se coló por una de las ventanas y en medio del agite murieron de pánico más de doscientas gallinas, que al día siguiente fueron cuidadosamente desplumadas y vendidas a familiares y amigos; el tigrillo murió de terror claustrofóbico dentro del costal donde lograron atraparlo. Es fácil concluir que, con su trabajo, mi madre nos enseñó sobre el papel de la mujer en la gestión productiva.
Mi padre era ingeniero civil con reconocida capacidad de diseño y gestión. Entre sus múltiples realizaciones como constructor de carreteras resultó construyendo, por encargo de un vecino, una vía que luego transformaría la zona rural donde quedaba Matucana y le daría nombre al barrio naciente: El Codito. De él aprendí el manejo prudente de la tecnología y su poder transformador.
Haber crecido y haber sido formado en una finca que con el transcurso de los años fue rodeada de viviendas informales y luego quedó incluida en una amplia zona declarada reserva forestal, me permitió tener vivencia directa de las rápidas y radicales transformaciones del uso del suelo. Quizás eso explica que mi aproximación y mi actuar frente al cambio climático priorice lo pragmático sobre lo teórico y enfatice relación entre la crisis de la biodiversidad o crisis de la conservación y la crisis climática.
La diversidad de vivencias y aproximaciones que tenemos Manuel Guzmán Hennessey y yo genera una buena sinergia para abordar el tema de la gestión climática de una manera más integral. Aquí estamos escribiendo este libro: él, un poco en Guaduas y otro en Bogotá; yo, un poco en la reserva natural en Machetá y otro enfrente a las rocas de escalada en Suesca. Pero cada uno con los recuerdos de Barranquilla y Matucana, donde vivimos nuestras infancias y aprendimos del mundo que habitamos. A partir de esta fusión de aproximaciones (un entramado complejo y diverso) ofrecemos este libro a los lectores.
Cuando hablo de lo que fueron mis vivencias personales y de cómo cada una de ellas me inclinó a conceder más importancia al pragmatismo que a la aproximación teórica, siento que debo volver a Matucana, donde comprendí la importancia de proteger el medio natural, lo que hoy se traduce en luchar contra el cambio climático. Pues bien, cuando tenía 18 años acepté la responsabilidad de administrar la cantera de mis padres, ubicada en la parte alta del barrio El Codito. Allí aprendí a ser pragmático a partir de la “mamadera de gallo” y de la sabiduría ancestral que tienen los migrantes boyacenses.
En esa cantera, que era el lote 23 de la parcelación Areneras El Codito y que mi padre había recibido como pago por el diseño de aquella vía interna que tenía la forma de un codo y había dado el nombre al barrio, tuve mi primer contacto con asuntos de los que hoy me ocupo a diario: la gestión comunitaria (aprendida desde una sociología de morral y una gestión participativa iluminada por las expresiones culturales de los migrantes campesinos cundiboyacenses), la montaña, el paisaje, la construcción de las ciudades y el acelerado proceso de cambio en el uso del suelo que vive nuestro país.
En esa época, en la cantera, había que romper la piedra a porro, pica y pala. Después, había que cernirla (pulverizarla) en una zaranda manual, para convertirla en arena. Así se extrajo el material con que se construyeron las casas de quienes, desde la ciudad, observaban con sentido crítico y una cómoda distancia la “destrucción” de los cerros orientales. En algunas oportunidades, yo ayudaba a cargar a pala (garlancha) las volquetas que llevarían la arena para la construcción de la ciudad. Para completar los tres metros cúbicos de arena, que era la capacidad de una volqueta, había que esforzarse físicamente al tope. No resultaba suficiente con contar historias o elucubrar con mundos fantásticos. La actividad física era necesaria y determinante; se requería acción, no mera reflexión y propuestas teóricas.
Este oficio de extraer arenas de las montañas para construir casas y edificios ha evolucionado con la tecnología y hoy se puede adelantar mediante procesos técnicos que exigen menor esfuerzo físico –casi todo está mecanizado– y generan menor impacto ambiental. Vale mencionar que hoy incluso hay áreas de antiguas canteras de Bogotá que ya están cubiertas de bosque. Sin duda, las arenas siguen siendo esenciales para la construcción de vivienda en las ciudades; sin duda, su aprovisionamiento exige una transformación hacia sistemas que no necesariamente impliquen la destrucción de las montañas. Sin embargo, esta es y seguirá siendo una actividad minera que disgusta a muchos ambientalistas.
Para mí, aquello fue una encrucijada de no fácil resolución a la hora de definir mi postura como ambientalista. Hubo que enfrentar una realidad en la cual mi trabajo, como el de muchos vecinos del barrio El Codito, era la minería. Esa fue mi primera experiencia como emprendedor y la forma de contribuir con la construcción de la ciudad donde vivían amigos y parientes. Así transcurrió mi adolescencia y así aprendí sobre lo azaroso de la vida en El Codito y los dilemas que plantea el paso de la teoría a la práctica. En esa época fui presidente de la Junta de Acción Comunal del barrio, que buscaba proveer de servicios de agua y energía a sus habitantes; también viví mis primeras experiencias como montañista. Visitando la alta montaña colombiana, en su mayoría picos ubicados en los parques nacionales naturales, tuve experiencias que fueron aumentando mi sensibilidad y mi aprecio por los espacios naturales y los ecosistemas conservados. Con el tiempo, me fui identificando con el mote de ‘El primer ecologista con buldócer’, como amable y jocosamente me llamaba un amigo.
Mi relación con los habitantes de El Codito me llevó a acompañarlos en los procesos de conexión –en algunos casos irregular– a las redes de energía eléctrica y en la construcción de un acueducto comunitario para llevar agua, no hasta sus casas, sino a unos tanques de distribución ubicados en diversas partes del barrio, adonde se acercaban sus habitantes con “timbos” y carros de balineras para recoger y llevar el agua a sus casas. En ninguna casa había ducha. El baño semanal era con platón, el sábado, antes de salir a comer algo de fritanga y tomarse una cerveza con los amigos. Más adelante, desde la Junta de Acción Comunal, con recursos captados en fiestas organizadas en el salón comunal, se adelantó el proceso de regularización del barrio. Esto condujo a regularizar y llevar los servicios de energía eléctrica, agua y alcantarillado a las viviendas. Para entonces, se consideraba que el mayor impacto ambiental era no tener agua o no disponer de alcantarillado ni de energía.
Así era mi vida en los años setenta. Cuando bajaba de los cerros a mi colegio burgués, el Gimnasio Campestre, pasaba a diario de ser el rico de El Codito a ser el pobre del Campestre. Esto me enseñó sobre lo relativo y lo absoluto de la riqueza y de la pobreza. Al salir de Matucana camino al colegio, atravesaba El Codito, donde inicialmente se cocinaba con leña y luego con gasolina (se le decía cocinol); se recogía el agua lluvia para tener algo en casa; se lavaba la ropa en la quebrada, en el sitio ubicado entre el predio conocido como Zarauz (luego sede del colegio Claustro Moderno) y la carrera séptima; y, como no había alcantarillado, para evacuar lo no aprovechado, se iba al monte. Poco a poco, las casas de paredes en lata y tejas de zinc se fueron convirtiendo en viviendas de bloque y mejorando sus acabados. De esa manera, esa parte de la ciudad se fue regularizando y el impacto ambiental disminuía, con lo que mejoraba la calidad de vida de sus habitantes.
Simultáneamente, se fue consolidando la ocupación de las laderas de los cerros orientales para la construcción de viviendas costosas. Sin duda, las casas de mis compañeros de colegio que vivían en los cerros eran completamente distintas. Visto desde los criterios de la planeación urbana, tal proceso de ocupación no es una buena alternativa. Así, sobre las laderas de los cerros orientales se daban cita dos mundos distintos y contrastantes. Y de alguna manera yo pertenecía a los dos. Era inevitable que mis deseos de conservación del medio natural chocaran con la realidad que tenían que enfrentar todos los días mis compañeros de trabajo en la cantera: la supervivencia, sus urgencias y sus ineludibles exigencias.
Frente al cambio climático hay muchos dilemas y opciones para la acción, pero tenemos que hacer lo mismo que hacían los areneros de El Codito para sobrevivir, es decir actuar con realismo y determinación. Si queremos sobrevivir, tenemos que actuar, y actuar ahora. Atenuar el cambio climático exige acción y arrojo; los costos de la inacción son mayores que los de la acción; debemos definir las estrategias y proceder, superando el discurso y pasando a las acciones concretas.
La transición no será gratis pues genera costos y dolor. Como consecuencia de lo que ya ha hecho la humanidad, enfrentaremos dificultades mayores y viviremos nuevas tragedias. Pero de nuestras acciones depende que atenuemos los costos del cambio climático, es decir, ya no podemos evitar sus impactos negativos, pero sí lograr que sean menores. Entender y gestionar su estrecha relación con la restauración y conservación del medio natural y sus servicios ecosistémicos es esencial para superar las diversas crisis que hoy como humanidad estamos viviendo y que van en aumento.
De los habitantes de El Codito, en especial de Tarzán, Pisca Sucia, Carrascocho y Pinocho –como amigablemente se apodaban cuatro de los ‘areneros’ más simpáticos que trabajaron conmigo– también aprendí que el ‘purismo’ es un invento intelectual o una ficción religiosa; que trabajar duro como minero durante la semana, escarbando la montaña, y tener el gusto de gastar en cerveza con los amigos el fin de semana es una forma de vivir y de disfrutar la vida; no es un ‘pecado’. Como no es ‘pecado’ ser ambientalista y usar combustibles fósiles durante la transición energética, mientras ‘regularizamos’ el planeta.
Lo importante es tener claro para dónde vamos y no quedarnos en la borrachera del fin de semana, ni en la mera postura impoluta de hablar de descarbonización, descalificando a los que usan combustibles fósiles durante la transición. Todos tenemos que disminuir su uso, pero una transición es una transición, es decir exige tanto gradualidad como sentido de urgencia. Tenemos que hacer la transición y hacerla rápido, pero no creamos que puede hacerse de un día para otro. Tampoco resulta muy útil ser excluyente al señalar a los ‘impuros’ como ‘pecadores’, pues todos quedaríamos por fuera del grupo de los que ‘sí transforman’. En el vagón en que nos tocó viajar tenemos que ser tolerantes con la diferencia y entender que, queramos o no, todos vamos en la misma dirección y llegaremos a un mismo puerto.
Debemos hacer posible la transición. Para ello, tendremos que aportar y asumir costos, porque no será gratis para nadie. Enfrentar la crisis climática es como subir una montaña en equipo: cada uno tiene una función y la debe cumplir según su capacidad, pero todos debemos tener claro el objetivo de llegar a la cima como grupo y ser conscientes de que las acciones de unos afectan a otros. Solo trabajando en equipo, con los aportes de cada persona al propósito colectivo, lograremos atenuar los efectos del cambio climático.
Los mayores y más impactantes mensajes que he recibido de la naturaleza sobre el cambio climático los he recibido de las montañas (Ruiz, 2014). Las fotografías de los glaciares de los picos nevados en Colombia, tomadas por Erwin Kraus en los años cuarenta, contrastan con los glaciares que encontramos a finales de los ochenta y en los noventa, cuando escalamos esas mismas montañas con Cristobal von Rothkirch en la ejecución de la expedición Glaciares y volcanes de Colombia. En esa ocasión ascendimos los veinticuatro picos de la Sierra Nevada de Chita, Guicán y Cocuy, y los dieciocho picos de la Sierra Nevada de Santa Marta, que por esa época tenían glaciar propio. En relación con lo que encontró Kraus en 1942, en 1988 los glaciares ya habían disminuido en espesor y número. De esa fecha a la actualidad han seguido disminuyendo de manera drástica. Ahora, cerca de la mitad de nuestros picos nevados que en 1988 tenían glaciar independiente lo han perdido.
Esto no pasa solo en Colombia. Lo verificamos cuando ascendimos el Everest en 2007. En esa expedición, tres mujeres colombianas, Katy Guzmán, Mónica Bernal y Ana María Giraldo, ascendieron por primera vez hasta la cima del Everest y Luis Alberto Ossa hizo cumbre sin oxígeno adicional; yo logré llegar a la cima por segunda vez. Había estado allí arriba seis años antes y ese día viví una impactante experiencia climática: a 8.000 metros de altura tuvimos que cambiar la ruta para remontar los últimos 70 metros de escalada, debido al deshiele.
El camino por el cual habíamos ascendido en 2001 Marcelo Arbeláez, Fernando González, Manolo Barrios y yo, había cambiado. El glaciar se había contraído y presentaba grietas infranqueables. En ese momento pensé: “De verdad parece que el mundo se está acabando; aun a esta altura, los glaciares se están derritiendo”. Lo que vi y viví en las montañas –desde Matucana hasta el Everest– me ha enseñado que frente al cambio climático (CC) tenemos que actuar, y actuar con urgente determinación. Mi énfasis está en impulsar acciones ciudadanas que nos ayuden a enfrentar, con menores costos, la crisis climática que empieza a tocarnos a todos de diversas maneras. Sin duda, ya todos la estamos sintiendo y viviendo.
Por ahora, mientras escribo este libro desde la reserva natural Naranja, Café & Pimienta, en la cuenca del río Guatanfur (vereda Mulatá Bajo, municipio de Machetá, Cundinamarca, Colombia), disfruto al ver y sentir la capacidad de recuperación de la naturaleza. Si nosotros actuamos de manera respetuosa, ella siempre nos tiende la mano. La vida biodiversa se va recuperando. En 2002, cuando recién adquiríamos un pequeño predio, el paisaje era dominado por potreros sin árboles y solo una línea de arbustos señalaba el lindero con el predio vecino. Con mi esposa, Paola, mis hijos y el apoyo de algunos vecinos emprendimos desde entonces el proceso de restauración de bordes de quebrada, ampliación de las cercas vivas, siembra de árboles en los potreros y recuperación de los humedales que habían sido destruidos. Gracias a un esfuerzo de restauración, entre 2002 y 2016, pasamos de registrar dieciocho especies de aves a contar cuarenta y cuatro.
Como parte de la Red de Reservas Naturales de la Sociedad Civil (Resnatur), hemos iniciado un proceso de aproximación a la comunidad y a las escuelas cercanas, para impulsar la recuperación de la cuenca que habitamos. Los resultados en la reserva natural Naranja, Café & Pimienta –donde además de la restauración de los ecosistemas tenemos un sistema silvopastoril, cultivos orgánicos de café y quinua, abejas, servicios de turismo de naturaleza y unas pocas granadillas que han incentivado el regreso de las ardillas a la vereda– nos muestran que toda finca puede ser una reserva y toda reserva natural puede ser un espacio para la producción sostenible. Hay esperanza para nuestros hijos y nietos, pero debemos repensar tanto la forma en que nos estamos relacionando con el medio natural como la forma en que vivimos, y cómo y cuánto consumimos.
Debemos repensar todas y cada una de nuestras acciones, conscientes de estar dentro del escenario de tres crisis estrechamente relacionadas: la pandemia, la crisis por pérdida de biodiversidad y la crisis climática. Enfrentarlas y coexistir en medio de sus expresiones nos acarreará costos y nos exige decisión y constancia. Este escrito es un llamado a la acción y a las alianzas que deben ser lideradas por cada uno de nosotros como habitante del planeta. Superando la teoría, las declaraciones de los políticos y las posiciones radicales que ponemos en WhatsApp y otras redes sociales, debemos actuar con determinación y coherencia. De nosotros depende en buena medida nuestro futuro. ¡No hay tiempo que perder!
*Tomado del lIbro “Convergencias ciudadanas para la acción climática y la biodiversidad” de Manuel Guzmán Hennessey y Juan Pablo Ruiz Soto.