Realidades subterráneas
Posted on abril, 05 2021
Hace poco descubrí, en el portal de internet de la universidad de Wageningen (Holanda), una asombrosa colección de dibujos. Cada lámina representa los sistemas radiculares de una especie distinta de planta y, en todas ellas, llama la atención el contraste de la apariencia de sus porciones aérea y subterránea. Algunas, minúsculas por encima de la superficie, son enormes bajo tierra.
Por: Luis Germán NaranjoHace poco descubrí, en el portal de internet de la universidad de Wageningen (Holanda), una asombrosa colección de dibujos. Cada lámina representa los sistemas radiculares de una especie distinta de planta y, en todas ellas, llama la atención el contraste de la apariencia de sus porciones aérea y subterránea. Algunas, minúsculas por encima de la superficie, son enormes bajo tierra. Otras, con tallos esbeltos y follajes frondosos, tienen apenas un pequeño manojo de raíces que se adentra unos cuantos centímetros en el suelo.
Al contemplar esos dibujos traté de imaginar el aspecto subterráneo de la vegetación de mi jardín. A juzgar por las plantas ilustradas en las láminas de Wageningen, el conjunto de las raíces de los árboles, arbustos y hierbas que veo frente a mi mesa de trabajo no se debe parecer en nada al follaje que observo cada día y que alberga tantos insectos, arañas, pájaros y algunos mamíferos.
Sin embargo, bajo mis pies, en esa maraña que no logro imaginar, se agita una ingente variedad de seres. Lombrices, nemátodos, ácaros, colémbolos, miriápodos, ciempiés, arañas, cochinillas, hormigas y mojojoyes excavan túneles por los que circula el aire y el agua percolada de la lluvia. Algunos son depredadores, otros se alimentan de raíces y muchos más descomponen el detritus de plantas y animales. Entre todos, entremezclan compuestos orgánicos con minerales renovando permanentemente la composición y estructura del suelo.
En cada puñado de tierra proliferan cantidades asombrosas de seres minúsculos: arqueas, bacterias, protozoarios y rotíferos, entre otros. Mientras los invertebrados distinguibles a simple vista pueden contarse por cientos en un metro cuadrado, el número de organismos microscópicos puede ser de varios centenares de millones y todos ellos desempeñan funciones ecológicas diversas sin las cuales la fertilidad del suelo se vería comprometida. Los ciclos de nutrientes pasan por el metabolismo de esa multitud invisible antes de seguir hacia el mundo de la superficie a través de los sistemas radiculares de las plantas.
Entre las raíces, los hongos extienden sus micelios. Algunos se nutren de la materia en descomposición, otros producen compuestos químicos que disuelven minerales de las rocas y entre todos establecen una suerte de cableado por el que circula valiosa información. A lo largo de sus filamentos, los hongos llevan a las plantas sustancias minerales que de otra forma ellas no pueden obtener y, a cambio, adquieren azúcares producidos por la fotosíntesis. Mediante esos intercambios, las plantas transmiten, unas a otras, señales químicas que les ayudan a responder a los ataques de los herbívoros.
Los procesos que tienen lugar en el bosque subterráneo son pues, en gran medida, responsables por sostener el verde biodiverso que observamos. Los brotes nuevos en las ramas de los árboles no son únicamente el resultado de la actividad fotosintética de las plantas. Sin la intervención de los incontables seres anónimos que viven allá abajo, aquellas no tendrían los materiales necesarios para la producción de las hojas, flores y frutos que comemos quienes vivimos aquí arriba.
Pero la comunidad edáfica solamente puede mantenerse gracias a los aportes que provienen de la superficie. Exceptuando los minerales de la roca madre, los demás materiales sobre los cuales actúan los residentes del suelo ingresan a él desde arriba. Cadáveres, excretas, partes muertas de las plantas, o restos del festín de algún animal se incorporan a los ciclos de nutrientes bajo tierra como lo hace el agua que proviene de la atmósfera.
La relación permanente entre estos dos mundos suele pasar inadvertida pues la solidez de la interfaz que los separa – la superficie sobre la que caminamos –oculta a nuestros sentidos la incesante actividad que ocurre debajo de ella. Sin embargo, tenemos evidencias cotidianas de algunos de los intercambios entre el mundo del subsuelo y el de la superficie. El áspero chirrido de las chicharras señala que estos bichos acaban de salir de su enterramiento juvenil para incorporarse al abigarrado conjunto de animales que recorren y utilizan el follaje de las plantas. Así como la fila de hormigas arrieras que penetra en sus túneles, transportando su carga de hojas, marca el ingreso de la biomasa vegetal que alimentará los hongos cultivados celosamente por esos insectos en profundas galerías.
La separación del arriba y el abajo para distinguir los procesos biológicos en el suelo de los que suceden por encima de su superficie es entonces arbitraria, pues los dos conjuntos de seres que los llevan a cabo son partes de una misma totalidad. Por esa razón, aunque mi bagaje sensorial no me permita acceder a esa mitad oculta del jardín, la observación de lo que sucede en su porción visible me trae la certeza de saber que bajo mis pies palpitan incontables realidades subterráneas.